Publicado en agosto 12th, 2016 | por Colaboradores de Locus
Soy bailarín
Aun sentado en una simple silla de cafetería, conserva el porte gallardo que la danza le esculpió estos años. Como si la presentación no hubiera terminado y su cuerpo se negara a perder la gracilidad que solo esta disciplina desarrolla. Su sonrisa, amplia y sincera, aparece cada vez que habla de su pasión y de cómo fue su primer contacto con ella.
Antonio Rodríguez tiene 26 años, una ingeniería en instrumentación electrónica y es originario de Xalapa, Veracruz. Es de tez morena, cejas pobladas y complexión media, como buen representante de las tierras calientes. No han pasado más de dos años desde que tuvo que retirarse de la danza después de terminar su carrera universitaria y cambiar su lugar de residencia.
“Tenía 14 o 15 años cuando me invitaron a formar parte del club de danza folklórica de la escuela, yo dije que no porque era de esos que pensaban que la danza era solo para afeminados, para maricas“, relata, “yo iba en el turno vespertino de la secundaria y no nos permitían entrar antes a las instalaciones, pero un grupo de amigos y yo nos colábamos una o dos horas antes para echar retas de fútbol con el turno matutino, por eso de la infinita rivalidad”.
La advertencia de que suspenderían de clases por una semana a quien entrara sin permiso no detuvo a Antonio y a sus amigos para seguirse colando.
“Un día logré evadir al conserje que vigilaba la puerta pero, al ir a medio camino hacia las canchas, alguien me llamó a mis espaldas, era el director. Yo no sé si fue por coincidencia o por destino pero cuando me preguntó la razón de mi entrada fuera de mi turno, uno de mis compañeros, de los que me invitaron a entrar al club, nos alcanzó y le dijo que me iba a integrar al grupo y me tuve que quedar ese día. Poco a poco le fui agarrando cariño y desde ese día no paré de ensayar”, recuerda.
Antonio cuenta que la maestra del grupo de danza era muy bonita y varios compañeros entraban solo por eso, pero al final pocos se quedaron pues se necesita soltura, ritmo y valor.
“Necesitábamos mucho valor porque nos presentábamos frente a toda la secundaria y en esa etapa todos son burlones”, sentencia.
Cuando Antonio le contó a sus papás acerca de su nueva pasión, ellos se preocuparon.
“Mis papás tenían miedo de que me fuera a volver gay porque existen muchos tabúes alrededor de la danza como los que yo tenía en un principio”, cuenta, “pero después lo aceptaron y me apoyaron”.
Uno de sus compañeros del grupo de la secundaria lo invitó a integrarse al Ballet Folklórico Kinich, de Xalapa, donde terminó su desarrollo como bailarín durante 10 años. Con él, pudo visitar diferentes estados de la república como Michoacán y Oaxaca, también ha ido a Costa Rica y a varios municipios y pueblos aledaños a Xalapa.
“Estudiar y ensayar no fue fácil ya que las dos cosas me exigían mucho tiempo y dedicación”, continúa Antonio, “pero es algo que la danza logró forjar en mí: a ser disciplinado, a ser constante y esforzarme. Yo creo que mi vida sería bastante aburrida sin la danza, nada sería igual porque gracias a ella conocí a mi esposa que, también fue bailarina en Kinich”.
Antonio sabe ahora que las artes son una bella profesión y eso le enseñará a su hijo.
“Le inculcaré el respeto y la tolerancia. Le diré que se informe porque muchas veces, por ignorancia, creamos prejuicios alrededor de algunas disciplinas artísticas como la danza que no son verdad”, dice.