Opinión y Editoriales

Publicado en julio 2nd, 2024 | por Vanesa Olivarez Franco

Cuando desaparece el desaparecido

La gente no hace más que hablar de que el tiempo pasa, de que la vida fluye como un río, etcétera. Yo no lo noto. El tiempo está quieto y yo también. Todos los planes que proyecto revierten directamente sobre mí, y cuando escupo, la saliva me cae en todo el rostro”.

Así explicaba nuestro mentor en la comunidad de difuntos, Soren Kierkegaard, su sentir frente a la desesperación. ¡Ay, hermanos! ¿No nos sentimos igual al ver la indiferencia de nuestros contemporáneos frente a la desaparición forzada? Es como si todos avanzaran junto con el reloj, sin detenerse en ninguna pena (porque no tienen), sin llorar por las noches, mientras que nosotros seguimos estancados en una esperanza infundada.

Me parece que la parte más difícil del día es la noche (¡que vengan los doctos a explicar semejante contradicción!); mientras el Sol inunda nuestras ciudades, podemos aparentar ser ciudadanos funcionales cuando vamos a trabajar o a estudiar: ¡bien dicen que no hay satisfacción más grande que la del deber cumplido! Es una lástima que incluso haya desaparecido nuestra emoción por la vida. Cuando llega la noche, cuando se apaga el ruido de la calle, nos quedamos solos con nuestras reflexiones; no hay nada más que hacer, solo nos queda escucharnos a nosotros mismos. A veces pienso que esa voz en mi cabeza no es más que un demonio que viene para atormentarme con escenarios inventados sobre algo que no conozco: comienza ilusionándome al decirme que volveré a ver a mi desaparecido (sí, es mío, de mi propiedad, mi propia pena), pero luego me muestra los comentarios de la gente: “de seguro era malandro”, “ya lo metieron a un bote con ácido”, “lo encontraron desmembrado allá por San Pedro”… ¡Qué cruel es la voz de mi cabeza! ¡Qué pésima selección de palabras! ¡Primero me anima con la esperanza en el reencuentro y luego me lanza al mundo real! ¿No les pasa a ustedes igual, queridos hermanos? A veces siento que yo misma me empeño en aumentar mi dolor, es como si lo convirtiera en una ofrenda con la esperanza de recibir a cambio una noticia nueva, algún dato útil sobre mi desaparecido.

En la noche no hay más que recuerdos de los buenos momentos que nunca regresarán. Me veo a mí con mis amigos vagando por los callejones de Guanajuato, escondiéndonos, no de las momias, sino de nuestro profesor; pero después regreso al mundo real y lloro hasta que no me quedan más lágrimas. Es la manera que tiene el Padre Eterno de castigarme por mis pecados. ¡No, no puede ser así, porque Dios no es un tirano! ¿No será más bien una prueba, hermanos? Dicen que el ahogado se aferra a la menor astilla, y la única garantía que tenemos es la fe, saltar al vacío para que alguien nos atrape. Esta pena que llevamos es muy pesada y conforme pasa el tiempo (o no pasa), se encaja aún más, como si fuera una daga incrustada en el corazón.

No hay salida. No hemos de encerrarnos en nuestra cabeza (lugar narrado con la voz del demonio) ni tampoco en el mundo (¡mucho menos en el mundo!). Mejor no me hagan caso, porque la desesperación me consume y ya no sé lo que les digo. El tiempo está quieto y yo también, esta cárcel en la que me he convertido solo me permite contemplar el vacío. En este abismo he encontrado el sentido de la vida: nada… no hay nada… Por eso no podemos avanzar: no es que hayamos conseguido nuestro objetivo, sino que no hay objetivo alguno.

¿Cómo habríamos de decir que el tiempo avanza, si todos los días son iguales: sin respuestas, sin pistas? No, hermanos, hoy no hay palabras bonitas. No puedo progresar ni regresar a ninguna parte. Parece que cada día que pasa, disminuyen mis expectativas: ya no pido que regrese mi desaparecido, simplemente me ayudaría mucho recuperar mi gusto por la vida. Es que cuando desaparece el desaparecido, también desaparece el sentido de la vida: el norte lo marcaba el que ahora está ausente.

Nos han arrebatado a nuestros amigos, a nuestros primos, a nuestras madres, a nuestros padres… a nuestros hermanos… Pero también hemos desaparecido nosotros mismos. Yo no soy la misma que era antes y ustedes tampoco, porque nuestros deseos e ilusiones han cambiado. ¡Cambiaron para no volver a hacerlo nunca más! ¡Porque el cambio ya no existe, todo está detenido, todo permanece!

Texto: Vanesa Olivárez Franco, sexto semestre de Filosofía.
Ilustración: Sara Bisogno, cuarto semestre de LCI
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